Primer viernes de Cuaresma, minutos antes de las siete de la tarde. Por lontananza, recortaba la moderna silueta de las setas un atardecer machadiano, entre la florentina torre del palacio de Laraña, las azoteas y olor a un incienso esperanzador que serpenteaba por entre los veladores del pasaje de Imagen. Por San Pedro siguen buscando el pajarito mientras mis pies me conducen inevitablemente a las calles de mi misma, a donde siempre me dirijo. Aún no apetece un helado del Rayas, aunque ya haya quien los consuma y sí lo que desde la seductora vitrina de la cafetería los Angeles se ofrece, las primeras torrijas perfectamente alineadas que sugerentes, anuncian que esto, ya está aquí. El Tremendo aún cerrado, la librería Reguera aún abierta, contradicciones de una fugacidad que disfraza un futuro cierto y de frente, tocado con sombrero y la elegancia que le caracteriza desde que le conozco, quien comparte conmigo el "catalanismo cofrade", ya que de Santa Catalina a San Juan de la Palma, nuestra brújula marca los mismos puntos cardinales, el norte y el sur de la calle Gerona. Educado en sus modos, elegante y de una conversación exquisita, como siempre, por entre la bifurcación Tremendo y Amalia, nos alegramos de vernos con dos besos ante la ojiva de nuestra Santa Catalina, que nos ofrecía gente que entraba y salía al unísono de unos recuerdos que afloraban desde la tienda de fotografía, la platería, el 6.40 o el olor a pescado frito que aromatizó la calle justo en el mismo sitio donde ahora lo hace curiosamente, la propia perfumería Aromas. Y la Hermandad, nuestra Hermandad, su transformación, su estilo decadente, su belleza y ese romanticismo que la hace única, su personalidad y su estilo, mientras fluía ese placer al hablar de cofradías y ese decálogo del cofrade que secretamente, defendemos; costaleros demasiado presumidos, selfies, exornos florales desafortunados, marchas reguetoneras y otras hierbas. Y por qué no, cayó la torrija perfectamente alineada, la primera, con la que incluso brindamos por esta Cuaresma que me empieza de la mejor manera, sorprendiéndome hablando de cofradías con una de las personas con las que más he disfrutado hablando de cofradías, valga la redundancia. Nos despedimos sabiendo que nos volveríamos a encontrar, brújula en mano, mientras las campanas de la torre mudéjar se preparaban para anunciar la misa y la Virgen de hebrea aguardaba en el sagrario el gozo de los días grandes que se adivinan, de repente, entre los atardeceres machadianos y el seductor escaparate de una pastelería de ese primer viernes de Cuaresma, minutos antes de las ocho de la tarde.