viernes, 23 de octubre de 2020

La Cruz de Guía

Existe una época inolvidable y única, entre mi niñez y la adolescencia, que se asoma por la ojiva de Santa Catalina. Los que me conocen saben que la sangre morada que me corre por la arteria de la calle Gerona va en dirección a mi corazón, que vive en ese barrio, aunque resida en otro sitio. La culpa de ello la tienen tantos momentos vividos con quienes han protagonizado los mejores años de quien os escribe con las uñas aún llenas de tarni shield. Inolvidables fueron aquellos años observando con respeto, como se levantaba una cofradía entre pan de Amalia, papas fritas de San Román e interminables penúltimas en el Cangrejo o en Los Claveles, incógnita que se despejaba casi siempre, en la geométrica azulejería del Tremendo. Inmensos fueron aquellos años de verdadera confraternidad entre besamanos, besapiés y algún que otro desafortunado partido de futbol, años que no volverán porque son irrepetibles aunque muchos de los que los hicieron posible, aún sigan regalándome el privilegio de compartir con ellos la mirada de quien se enfrenta a la estrechez de sus calles sobre las siete trabajaderas y las lágrimas derramadas sobre la candelería de cristal envuelta en manto de tisú. Se nos ha ido uno de aquellos que lo convirtieron en inolvidable, dueño de aquellos pasos sobre los adoquines del barrio que lleva el nombre de su cofradía portando la cruz de guía, anunciándonos que venían galopando dos caballos a lomos de sus costaleros. Una cruz de Guía que durante veinte años oyó a lo lejos la voz del capataz, después de oírla de cerca otros veinte años más agarrado a la pata derecha, tras otros tantos más como auxiliar en el martillo de Pepe Luque. Se nos marcha dejando un apellido intrínseco a una cofradía y el eco de su voz y de su risa serpenteando por los balcones y ventanas del barrio donde la torre mudéjar, la Santa con la espada y los ojos del plato comulgan con la historia escrita en la barra del Rinconcillo, donde todo quedó dicho tantas veces. Todo ello es mi cofradía, formada por gente inolvidable, por antifaces morados, cinturones de esparto, retranqueos, ensayos o vivencias, como aquella comida de costaleros donde tanto nos reímos a costa de unos garbanzos. Es algo inexorable que forma parte de mí, por ello, cuando vuelvan los caballos a trotar por la estrechez de Gerona, con sus hombres valientes portando sus cuatro siglos de historia, sentiré que me falta algo cuando la cruz de guía se detenga y no me encuentre con la sonrisa adivinándose bajo el antifaz de Ignacio Yebra, abriendo un año más, y para siempre, otro Jueves Santo.

 


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