miércoles, 6 de noviembre de 2013

Miradas

Suelo mirar a los ojos a menudo, porque nunca engañan. Suelo escuchar lo que dicen, y lo que no dicen, y fiel a mis habituales contradicciones, suelo bajar la mirada cuando sostienen la mía. En el fondo, escondo una timidez que me inclina a ser una perdedora inevitable en lo que a batirme en duelos oculares se refiere.
A mi ya no me miran por la calle, sin falsas modestias, pese a que cuando me lo propongo, aún encuentro unos ojos detrás, que todo hay que decirlo. Es una gran ventaja el pasar desapercibida.
Hay miradas de desconfianza, de sorpresa, de ternura, de asco, de miedo y de pura emoción. He mirado y me han mirado, pero nunca he mentido con lo que he dicho al mirar. Nunca. No puedo. El diálogo no hablado entre madre e hijo, entre amigos, de hija a padre o de persona agradecida, ofrece muchas satisfacciones si sabes mirar y robar miradas. Hay miradas de reojo para no ser vista y hay miradas furtivas, prohibidas. Hay miradas cargadas de deseo y otras de puro tedio. Y miradas de amor. Esas apenas las veo, ya que se guardan entre dos secretamente.
Me gusta mirar el aire, que nadie lo mira porque no se ve, y que yo veo cuando dejo al tiempo pasar observándolo todo, que no hay mejor manera de dejar pasar el tiempo que mirando sin que nadie me vea; estudiar las reacciones de la gente, sus zapatos, los brazos de los motoristas, las bolsas de plástico que cuelgan de anónimas manos, los perros que se me acercan sin remedio, la gente que baja o sube del autobús, los tipos de paraguas o las gafas de sol de muchos de nosotros, porque yo, pese a tener gafas de sol siempre en el bolso, nunca las uso; me privan del placer de mirar a los ojos, de mirar la vida pasar y de contemplar lo que te está queriendo decir, como si todo ocurriese tras un filtro de color oscuro o descolorido.
Miro el sol en los charcos, las bicicletas, los hombres con barba, las azoteas del centro siempre con el mismo pensamiento y los miles de discos de la fnac con deseo y codicia adolescente. Y los árboles milenarios, y el inmenso mar, sea en postales, en el cuadro de mi cuarto o en la punta de Malandar, en Doñana.
Miro mis libros, mis lápices de colores, mi colección de marcapáginas o mis cajas cuando necesito paz. Y la borra del café o la sal en el salero.
En definitiva, a veces ocurre que aquello que no se dice con palabras se cuela entre las pestañas para dejarnos desnudos e indefensos, sin argumentos ni explicaciones, pero satisfechos y plenos, y entonces es cuando aparece la inevitable sensación que en mi caso, ya le he encontrado un nombre; perplejidad.

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