Yo nací en el Polígono de San Pablo, aunque soy de Santa
Catalina. Cada vez que tenía que ir a ver a mi tía, era como ir a otro planeta;
ella vivía en el ático de una casa señorial e ilustre en la Calle Gerona, donde una placa indica haber alojado al mismísimo Juan Ramón Jiménez, algo que
desconocíamos. El ático no era un ático según el concepto de ahora, entre
otras cosas para ir al baño tenían que llevar un paraguas.
Recuerdo que al entrar desde la calle, a mano
derecha residía una familia que siempre estaban en la misma habitación alrededor
de una mesa, siempre en la misma posición, quizás porque uno de sus miembros
iba en silla de ruedas. Desde ahí se oía a un perro enorme que asomaba la
cabeza por los barrotes del balcón del edificio de frente. Cuando subíamos la
escalera que llevaba a casa de mi tía, en la primera planta vivía en penumbra un
matrimonio oscuro con un niño triste y enfermizo que se llamaba Vicente. Tenían
muebles buenos y paños de crochet sobre ellos. El recodo de la escalera tenía
una planta lustrosa, que bebía de la luz que se filtraba del hueco que daba a
la azotea, justo el lugar donde yo levantaba la vista y veía la estrechez del
acceso a la casa de mi tía, ofreciéndome a mi edad, lo más parecido a la felicidad
absoluta de la curiosidad. El piso cambiaba, a peor, las escaleras eran
estrechas y peligrosas, con un barandal de hierro que daba más inseguridad que
otra cosa. Paradójicamente, ahí empecé a ser la que soy.
La vivienda de mi tía, mi tío y mis primos, era muy humilde;
mucho calor en verano y mucho frío en invierno, aunque el recuerdo de una niña
de ocho años solo se quede en los cordeles, la montera de cristal, el pilón lleno
de agua, la lata de leche condensada con agujeros a modo de regadera y la
esquina de la azotea donde una gárgola de cerámica verde y cara de enfado,
escupía agua por su boca monstruosa cada vez que llovía. Desde ese sitio, un
lugar privilegiado yo veía los tejados, las casas y una imagen que se apropió
de mi como nada lo ha hecho; la mirada altiva de la Santa Catalina que con su
palma y su rueca, tejió el recuerdo de los mejores años de mi vida. Ella acabó
siendo la que corona la iglesia por donde cada Jueves Santo, se asoma mi Semana
Santa.
Reconozco que dependo de esas calles, porque son mi lugar en
el mundo y porque mi infancia son recuerdos de esa azotea, de mi tía Anita, de
mi primo Fali y del eje de Alhóndiga, Bustos Tavera y Gerona, donde madura el
limonero de mi sangre morada y blanca. La linterna, el retablo de la Santa con
su platillo y su espada, la torre Mudéjar y los futbolines; el Rinconcillo, el
6.40, el pan de Amalia, los amigos de la Hermandad que nos hemos visto crecer,
los “matambres” del Cangrejo, el Góngora, la geometría vintage de los azulejos
del mostrador del Tremendo y las manos negras de Tarni Shield.
Catorce años después, el sábado volvimos a los adoquines del
epicentro sentimental de quien escribe, estrenando un entusiasmo nuevo todos los
que anhelábamos ver esa puerta sin veladores, olvido y polvo del desinterés. El
barrio era una fiesta; reposteros, banderas y en los ojos de los propios y
ajenos, la ilusión por volver a casa, ésa donde uno es esperado que diría
Antonio Gala. La casa de la romántica cofradía de pocos nazarenos, elegancia de
esparto y sandalias, de manto de tisú, candelería con cristalitos y campaniles en los remates de los varales. Ahora
volverán los caballos a galopar por la estrechez de Gerona, con sus hombres
valientes portando sus cuatro siglos de historia, para que quien mira al
cielo me vea asomada a la azotea de mi tía, de donde nunca me fui, a donde
siempre vuelvo cada vez que piso los viejos adoquines de mi Santa Catalina.
Querida Reyes: Lo que escribes hoy sin ser un Pregón, como alguien dijo,suena a SEVILLA, suena a SEMANA SANTA.Un beso.
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