miércoles, 5 de diciembre de 2018

La batalla


Ahora estoy negra y me resigno a irme al sobre llevándome la bilis negra por culpa de los sin cerebro que no saben conjugar el verbo "arañar", ni por algunas incompetentes de mi trabajo, ni por llegar casi a las once de la noche y tener que sacar a mi perro, ni siquiera por tener que preparar la comida de mañana sin haberme quitado los zapatos. Quiero escribir los versos más tristes esta noche para desahogarme y darle sentido a la parte del día que me quiero guardar, cuando diecieséis horas atrás la luminosa mañana me recibió sobre mi bici, dándole siempre la razón a Serrat cuando decía aquello de "de vez en cuando la vida nos besa en la boca...". Tuve que ir a Nervión, a una sucursal bancaria donde la gente que esperaba era al menos, variopinta; una señora gruesa, africana, sentada en el banquito con su pelo recogido bajo una gorra de lana y las cejas pintadas esperaba su turno, que una simpática y jovial empleada repartía entre los asistentes ya que la máquina expendedora de tickets la acababa de bloquear una señora que no sabía donde se encontraba. Un señor de Barbour, pantalón de pana y mirada altiva controlaba la situación mientras Vanessa Martín se colaba por el hilo musical. En ese momento fue cuando decidí salir de aquel sitio, de no ser porque un "diecisete" sonó desde dentro de la sala.
Era mi turno.
Me senté frente a un empleado joven con el discurso aprendido y muy pocas ganas de trabajar, pero yo tenía mucha calor, no me quité el abrigo y me estaba sintiendo incómoda por momentos. Vanessa Martín se estaba encargando de acrecentarlo.
Acabé mi misión, salí de aquel recinto triste con la sensación de que no había hecho absolutamente nada productivo. Tenía una cita en veinte minutos; podía hacer dos cosas; mirar a la gente pasar, algo que me encanta o ir a Gonzalo Bilbao, donde me esperaban.
Opté por la segunda opción. Desamarré mi bici y mientras pedaleaba pensé en mi compañera Leo; ¡qué bonito día para nacer un 4 de diciembre!
Entre las hojas del naranjo, el sol se colaba para enterarse de una excelente conversación sobre literatura; dos cafés, un te aguado y un perro al sol; Pink Floyd, Benedetti y Bécquer, entre muchos más. Ojalá algún día le ganen la batalla la tinta a los cascos... ojalá.
Se me pegaron un poco las lentejas, pero estaba tan contenta después de oír a alguien decirme que de escucharme se había dado cuenta de que ni sabía nada ni había leído nada, que me dio igual.
Pero llegué al trabajo, volvieron la presión, el estrés, la rutina y la terrible impotencia de en definitiva, perder poco a poco la batalla, pero era 4 de diciembre y mi compañera Leo había hecho un bizcocho de zanahoria y nueces para celebrar los 49 años que me devolvió el sol de la luminosa mañana, las ganas de escribir y de seguir pedaleando por la vida, luchando por ganar mi guerra entre la tinta y los cascos. Eso, y el beso que me dieron rondando las 7 de la tarde para recordarme que pasará lo que nosotros queramos que pase porque en definitiva, fue un cuatro de Diciembre cuando tomamos las calles...
Y precisamente Vanessa Martín no estaba allí para contarlo o lo que es peor, para cantarlo.


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