El exceso de optimismo pasa factura, cuando menos lo merece.
Ni siquiera el hecho de no ser nadie entre las tantas voces que atendían el
teléfono en aquella plataforma llena de gente con sus vidas y sus problemas, le
ocultaba el entusiasmo que nunca le abandonaba. Algo en su interior dijo que ya
no podía más y el entusiasmo se fue para nunca volver. Quizás fuese un
comentario desafortunado, o una mala gestión propia o ajena, o la incompetencia
de un tercero, o aquel infeliz prepotente que le levantaba la voz sintiéndose superior
creyéndose merecedor de unos derechos simplemente, por pagarlos. Le exigía mientras
él sólo podía tragarse el orgullo, como ante su superior, quien de cuerpo
presente, hacía oídos sordos sin importarle nada de nadie; si alguien se ha quedado
huérfano o viudo o le hubiesen tocado quinientos millones de euros en la
primitiva.
Aquella tarde no apuntó los nombres raros, como el
oficinista de la novela de Saramago, ni se levantó de la silla para estirar las
piernas durante los cinco minutos que le daban la vida. Ni siquiera el “Yesterday”
de los Beatles que desde un teclado de juguete sonaba tras los cascos devolviéndole a la
vida soñada durante los segundos que duraba la
transferencia interna. Ya lo decía Cervantes; la música compone los ánimos
descompuestos y a él, el ánimo se le descomponía por la gente estúpida y la
terrible impotencia de sentirse uno de ellos.
A su edad y con sus
responsabilidades encima, ya era importante tener un trabajo; digno, duro y
exigente, como todos, pero no podía evitarlo, se sentía frustrado, atrapado
por la amarga sensación de vacío que produce la incompetencia y el ver como el
tren pasa de largo por tu vida sin que hayas podido subirte en él.
Al menos podía escribirlo, y eso ya era una ventaja. Le hacía recuperar el entusiasmo...
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