Pocos hombres conocí tan sevillanos como él, ni durante el
tiempo que le disfruté ni durante el que le eché en falta, que no tiene
fin. Aún me pellizca en el alma el soniquete
de “Francisco Alegre” que él, entre tarareo y silbido gorrionesco, repartía por
la orilla de Sanlúcar, la Plaza de la Encarnación o la calle Feria, quizás porque
perteneció a la generación de macarenos que han crecido sobre el arrabal de la
calle Parras como Juanita Reina o quizás porque los cincuenta años que la puerta
de la Maestranza que da a la calle Iris dan para que sean muchas las emociones
que se cruzan cuando se ven los toros desde la barrera. Una puerta desde la que
él orgulloso, con su guayabera de guayabo, dejaba pasar a los toreros con sus
cuadrillas, quedándose sin aire cuando era su Curro el que lo atravesaba, ante
quien si hacía falta, se quitaba el sombrero que no usaba. Por él supe a qué suena
el silencio maestrante, único y ensordecedor, y que a los sitios hay que saber
llegar y saber irse. Gafas de pasta, zapatos impolutos y sahariana celeste, con
el bolsillo izquierdo lleno de papelitos, cupones y el bolígrafo Parker chapado
en oro que conservo como el mejor de los tesoros. Bajo el brazo, enrrollado, siempre
el ABC con sus iniciales escritas a bolígrafo; A.A.A. que el kiosquero cada
mañana le guardaba sin que le hiciese falta alguna reservarlo. Amigo de sus
amigos, diplomático, educado, cortés, seductor a las sevillanas maneras y dueño
de una caligrafía exquisita que enamoró a una chiquilla tímida de la Puerta
Real que con los años, acabó emocionándose cada vez que le enseñaba a cualquiera, mi
horrible foto de comunión.
Mi abuelo Antonio fue un sevillano único, de quien
no hay un solo día que no me acuerde, ni durante el tiempo que le disfruté ni
durante el que le eché en falta, que no tiene fin.
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