martes, 22 de enero de 2019

El Guayabo

Pocos hombres conocí tan sevillanos como él, ni durante el tiempo que le disfruté ni durante el que le eché en falta, que no tiene fin.  Aún me pellizca en el alma el soniquete de “Francisco Alegre” que él, entre tarareo y silbido gorrionesco, repartía por la orilla de Sanlúcar, la Plaza de la Encarnación o la calle Feria, quizás porque perteneció a la generación de macarenos que han crecido sobre el arrabal de la calle Parras como Juanita Reina o quizás porque los cincuenta años que la puerta de la Maestranza que da a la calle Iris dan para que sean muchas las emociones que se cruzan cuando se ven los toros desde la barrera. Una puerta desde la que él orgulloso, con su guayabera de guayabo, dejaba pasar a los toreros con sus cuadrillas, quedándose sin aire cuando era su Curro el que lo atravesaba, ante quien si hacía falta, se quitaba el sombrero que no usaba. Por él supe a qué suena el silencio maestrante, único y ensordecedor, y que a los sitios hay que saber llegar y saber irse. Gafas de pasta, zapatos impolutos y sahariana celeste, con el bolsillo izquierdo lleno de papelitos, cupones y el bolígrafo Parker chapado en oro que conservo como el mejor de los tesoros. Bajo el brazo, enrrollado, siempre el ABC con sus iniciales escritas a bolígrafo; A.A.A. que el kiosquero cada mañana le guardaba sin que le hiciese falta alguna reservarlo. Amigo de sus amigos, diplomático, educado, cortés, seductor a las sevillanas maneras y dueño de una caligrafía exquisita que enamoró a una chiquilla tímida de la Puerta Real que con los años, acabó emocionándose cada vez que le enseñaba a cualquiera, mi horrible foto de comunión. 
Mi abuelo Antonio fue un sevillano único, de quien no hay un solo día que no me acuerde, ni durante el tiempo que le disfruté ni durante el que le eché en falta, que no tiene fin.



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