sábado, 2 de marzo de 2019

El compañero andaluz

A pesar de que media familia le tenía miedo, acabó ganándoselos a todos. Llegó siendo un cachorrito de cocker blanco y canela que después de los dieciséis años que convivió con ellos, acabó siendo uno más de la familia, tanto de los que vivían en la misma casa como de los que lo asociábamos directamente, sin formar parte de ellos, pero como uno más de ellos.

Quizás porque pocas veces vi mayor unión entre perro y amo, soy incapaz de describir de una manera fluida lo que supone presenciar el desapego, la disolución de aquella conexión que sobrepasaba la expresión animal y compañía. Y es que no encuentro las palabras exactas, solo consigo enumerar la cantidad de veces que le vi junto y con su dueño, quedándoseme solo una imagen grabada; verles a ambos por la arena de Sanlúcar para que bajo su puesta de sol, pudiese disfrutar a su manera de una playa que a él, también le correspondía por derecho propio.

Y he de reconocer que a mí su presencia me aterró siempre, como todos los perros del mundo, hasta que me conquistó, quizás por experimentar en carne propia la primera persona del verbo “nuncas y jamases”. Contradiciéndome a mí misma, certifico que es increíble cómo te cambia la vida un perro, para lo bueno y desgraciadamente, para lo malo también. Es por ello que entendí a la perfección el dolor que puede provocar el silencio tras almacenar en el corazón toda una sucesión de estruendosas llegadas a casa, llenas de recibimientos únicos. Es por ello que entendí que tus pasos llevan eco, porque los suyos te siguen a donde vayas, sea dónde, cómo y cuando sea, y entendí, que el centro de su universo seas tú, sin lugar a ningún tipo de dudas. Por ello no soy capaz de discernir la cantidad de veces que presencié ese binomio perruno y humano entre ambos, y el dolor que provoca ver ese tipo de soledad que nada la palia, que nada la suple. Es terrible aceptar como para ellos también la vida avanza mientras lamentas sin posibilidad alguna de remisión, cómo les cuesta envejecer.

Decía Schopenhauer, el filósofo alemán, que el que nunca ha tenido un perro ni sabe lo que es querer ni sabe lo que es que le quieran, y es que él era su cariño mañanero, su cariño por las noches, su fiel y leal compañero, el que supo entenderlo como nadie y al que él supo querer como a nadie.

Apenas sin visión, con problemas respiratorios y andar cansado, su amigo de orejas lanudas se le fue con el día de Andalucía, y mientras los andaluces celebrábamos el día de la patria, al extremeño de Sevilla le arrebataban la suya; su perro, su compañero, se le marchaba para siempre, llevándose su alegría.


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