domingo, 6 de marzo de 2022

La peluquería

El otro día fuí a la peluquería, todo un hecho extraordinario. Soy defensora de la teoría de la insigne Doña Emilia Pardo Bazán cuando decía aquello de "no me gusta vivir esclava de los moños, me arreglo lo posible, todo lo que cabe sin derrochar un tiempo que debo dedicar a cosas mejores".
. Para una mujer como yo, que soy la excepción que confirma la regla, las peluquerías son un espacio al que acudir cuando la situación se convierte en algo estrictamente necesario, casi de urgencia, como un juzgado de guardia y me ha costado dar con el sitio idóneo. Y la he encontrado tras muchos intentos desesperados, escondida entre naves industriales y oficinas en un barrio obrero, tras la recomendación de una compañera de trabajo que acudía con frecuencia y que me alentaba a ir al ser un lugar "diferente", mi melena crecía directamente proporcional a mi pasotismo convirtiéndome cada vez más en una mezcla entre Janis Joplin y la madre de Carrie, y por esas cosas de que de vez en cuando hay que dedicarse un poquito de por favor decidí seguir su consejo. Parto de la base de que no me peino, salvo cuando me desenredo al lavarme la cabeza, que no uso afeites extraños, ni mechas, ni lacas, que los olores a perfume me provocan dolor de cabeza, que ni siquiera tengo una gomilla a mano, ni uso mascarilla porque se me baja la tensión y que mis rizos ligeros y domesticables, se adaptan a mi anarquía capilar comportándose con lealtad y respetando mi libertad absoluta. Y en el empeño por encontrar mi Locus Amoenus capilar, he frecuentado peluquerías donde la peluquera no callaba, ni las clientas, donde para leer me daban una revista con gente vacía que muestra sus vidas falsas y que cuentan historias que no me interesan, donde me dejaron para ir a una boda que no me parecía en nada a mi misma y donde como gesto de generosidad suprema, me maquillaron por el mismo precio del arreglo, dejándome como Madame Buterfly, algo que la calle y el pañuelo de papel enmendaron instantáneamente. Quienes me conocen saben que con el tiempo y los años, cada vez soporto menos el ir de compras, que cuando me he pintado las uñas los dedos me pesan toneladas y que las canas me obligan a comprar un tinte castaño claro cada veinticinco días con la tiranía que ello conlleva, incluido el hecho irrevocable de tener que ir por él al Mercadona, aunque cada vez tenga más a mi favor la meta final de convertirme en una abuela a lo Patty Smith. Y eso que he conocido a maestras del tinte y la peluquería, mi madre y mi amiga Elena, con paciencia, pasión, toalla sobre los hombros, brochitas, peines, pinzas, planchas, rulos y todo tipo de elementos que facilitan la labor sobremanera. De Elena precisamente me acordé en la peluquería que inspiró este texto, porque verme en el espejo es verla a ella de alguna manera, tachando una equis en su tablero de victorias en su guerra personal contra mi defensa pardobazaniana, pero allí no había revistas y la peluquera me cortaba mis rizos ligeros y domesticables, fieles y leales, mientras me hablaba de fútbol, ante la atenta mirada de Frida Kahlo que desde un cuadro, observaba la escena con la voz amarga de Billie Holiday sonando de fondo. 
Por supuesto salí con el pelo mojado y sin peinarme, esa será la próxima meta y quien sabe, si la victoria definitiva.

2 comentarios:

  1. Qué grande eres, Reyes! Qué capacidad la tuya la de crear belleza de un acto tan nimio como ir a una peluquería. ¡Eres mi ídolo! 😍

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  2. Mencanta Reyes.Eres una monstrua¡¡¡😘😘😘

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