jueves, 21 de abril de 2022

El joven patrón



Esta semana santa añorada, que tan reciente nos queda y tan lejana a la vez, que tan rápida ha pasado, tan fugaz y tan efímera, dejándonos contrastes de sol, nubes, faldones levantados y pétalos de rosa muriendo en los husillos, se ha marchado dejándome varias instantáneas que encierran esa Semana Santa íntima que tanto me gusta. El tiempo sin tiempo del niño que diría Cernuda, el tiempo del niño que creció oyendo crujir las trabajaderas mirando el perfil de su padre fijar la mirada a los pies de la cruz, oyendo su voz tras el martillo, mandando a sus costaleros. Esas cosas se aprenden aunque uno no quiera aprenderlas. Las levantás por este, por aquel, por el de más allá, al cielo; las broncas, las calles mal puestas, las emociones, las mudás, los relevos, los retranqueos y la voz ronca del capataz llamando, los tres golpes del llamador y el respetuoso silencio que inexorablemente va unido; silencio y respeto.
Y aunque apenas le conozca, solo necesité verle un día de lluvia solventando la dificultad de meter una cofradía en casa ajena; la cosa meteorológica se complicaba, los paraguas  empezaban a sustituir a los capirotes y el capataz que estrenaba traje negro ante un martillo que solo conocía la mano de su padre, se vio en la difícil tesitura de comandar un galeón sobre un mar de adoquines. La cara de su padre, experto marinero de encinares, cuando las nubes dieron una tregua virando la nave a alta mar para que el joven patrón de barco la condujese a puerto, era la del amor del padre orgulloso y seguro de haber creado escuela. Cuarenta y cuatro marineros valientes le dieron el respaldo necesario y quien escribe, el reconocimiento que merecen los ojos agradecidos que miran a los que miran con el corazón bajo las trabajaderas y que palpan la emoción del trabajo bien hecho y del orgullo de haber creado una buena estirpe de patrones. 

Felicidades, capataz.











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