Prometo llamarte para echar el tiempo, y preguntar por tu salud, y agradecerte tus libros de Paulo Coelho que mi madre devora, y tus siempre halagadoras palabras. Es imperdonable que no haya estado al pie del centro de rehabilitación para invitarte a ese café que te debo desde tiempos ancestrales, como eterna es esa cerveza que nos debemos tu y yo, amigos de la infancia y ahora vecinos, que de mi santo pasa al tuyo, y de Navidad a Semana Santa y nunca cae. No puede ser.
Ni puedo dejar de llamar a quien tantas veces he dicho "ahora te llamo" y han pasado días, ni a quienes he devuelto un icono de whatshapp como respuesta a cualquiera de sus peticiones. Y a mi Humphrey, que tanto esperó a su Ingrid en Casablanca.
Incluso mi pájaro, que siempre que me ve en la cocina me pía sin que ni siquiera le dedique un silbidito triste de complicidad.
Si no supe ser su amiga, me duele el alma precisamente porque siempre quise serlo por encima de todas las cosas, y perderle ha sido la peor de las derrotas, de tanto como le quiero.
Tampoco puedo desaprovechar los minutos de autofelicidad que se presentan; béticos, musicales, universitarios, ciclistas, de barras de bar, de conversaciones telefónicas, paternos, lectores, solitarios, multitudinarios, o las invitaciones a pasear por las nubes; todo se me ofrece mientras estoy sobre la tierra pendiente de lo que quizás, no merece la pena. Si no he estado debiendo estar, ruego me perdonéis; me siento halagada de tener gente maravillosa a mi lado que reclama algo de mi tiempo para compartirlo con ellos y eso, modestia aparte, es sencillamente maravilloso.
Gracias.
