viernes, 26 de diciembre de 2014

El chico de ayer


La cabeza se le llenó de mariposas al verle allí, al otro lado del semáforo, mirando al frente sin ver a nadie. Sin reconocerla. Allí estaba el que a los dieciséis años le encendió la mirada, y quien ostentaba el privilegio de emular al astronauta que pisó la luna por primera vez, poniendo sobre su corazón la bandera de sus propios Estados Unidos. Nadie la enamoró como él, pero a esas alturas de la canción, ya era demasiado tarde para comprender.
En el tiempo que duró el cambio del semáforo repasó aquellos años, aquellas tardes de besos eternos y de cuelga tu primero, y no se podía creer que él fuese él y ella, quien se lo estuviese cuestionado. Había cambiado muchísimo, físicamente no se parecía apenas, y en la reacción al conocerla, notó una cierta pátina de desilusión. Como de desencanto. 
Decidieron ponerse al día en una cafetería. Amarró su bici ella, y él, su carga de apatía. Ante su café, y la copa de coñac de él, salió de dudas. Un hecho que ya de por si le desestabilizó y que explicó sus párpados hinchados y su sonrisa medio escondida. Problemas de toda índole le habían vuelto el hombre gris que nunca fue, y la tristeza recorría la barra del bar mientras ella en sus ojos buscaba eso que le hizo ser tan diferente, sin encontrarlo. Y sintió la desolación más grande jamás experimentada al comprender que él, ya no era él.
Él era ese único lazo que le ataba con el amor de la infancia, el perfecto, el inolvidable. Pero ya no era el mismo, ni tan guapo, ni tenía ese sentido del humor que tantísimo le caracterizaba, y sobre todo, en sus palabras, notaba un cierto cansancio general que ella asumió con cobardía y con la impotencia más cruel.
No podía hacer nada por él, salvo darle un par de sinceros besos de despedida, completamente distintos a aquellos besos que fueron inolvidables, y que sonaban a canciones de Joaquín Sabina y Vicerversa, no sin recordarle antes de marchar, cuánto lo había querido, sin que le temblase la voz ni los ojos, como ocurría en aquellos tiempos tan diferentes.
Miró hacía atrás, pero él no la miraba. Se consoló porque siempre asumió con deportividad que ella le quiso mucho más que él, aunque en esa partida, ella había ganado por goleada.
Y se sintió inmensamente sola.