martes, 1 de junio de 2021

El luto de la Esperanza

Como la parte final de “Pasa la Macarena”, como intuirla, como cuando los ciriales asoman trayendo consigo la algarabía, como verla irse envuelta en su paso cadencioso, melancólico y majestuoso, como un Pathos macareno; ese uso de recursos o temas destinados a emocionar al lector que dejan serpenteando del corazón a la garganta las doscientas setenta páginas del libro que aún más, me ha estrechado los lazos con esa Macarena tan mía como del pueblo, como de todos los sevillanos. Guillermo Sánchez a través de su libro, “Y la Macarena se vistió de luto”, (Editorial El Paseo) el mismo que llegué a anhelar que no terminase, ha conseguido acercarnos esa Sevilla de ayer llena de tradiciones con una escritura valiente que agradezco, porque reivindica un sentimiento puro lejos de apropiaciones, egoísmos, privilegios y favoritismos, dejando clara en su narrativa que Ella es mucho más que todo eso, sabiendo discernir y definir con palabras esa Macarena del pueblo, de la calle, de los barrios y los palacios, la de los bares, las cocinas o las cunas de recién nacidos, la que llega, pasa y se va, pero que manera de quedarse, que diría el poeta, dejando en el aire un poso de orfandad, señorío y plenitud, mientras las golondrinas revolotean al amanecer por San Juan de la Palma.

Por sus páginas encontraremos la transformación que Juan Manuel dio a la cofradía impregnándole su estilo, bordando palabras con hilo de oro sobre terciopelo verde junto a las impresiones de Machado, Alberti, Lorca o Chaves Nogales, cronistas de un tiempo sin tiempo cuando de escribir de la Macarena se trata, por eso leer esta declaración de amor al porvenir, al devenir y al ayer, me ha resultado emocionante y me ha inundado el espíritu de un sosiego ensordecedor. Una obra magníficamente estructurada llena de referencias a poetas, flamencos o vecinos del arrabal macareno, placeros y gente humilde que compartían sentimiento con los reyes y las reinas, tanto quien la ignoró como quien la llevaba en su nómina, paseando su nombre entre los volantes de su bata de cola. Aquella Macarena que fue perseguida y escondida, la que durmió en la cama de una vecina del barrio, la que incluso la misma Iglesia llegó a prohibir su nombre es la misma que asoma por los renglones de cera verde que derrama la pluma de Guillermo, la que baja del cielo al suelo cada dieciocho de diciembre para que la cola se pierda por la calle Bécquer, la misma que llega cada Viernes Santo con carita cansada, la misma que te pellizca el alma en la torería de los primeros compases de la marcha del maestro Cebrián, la misma que se asoma por las leyendas de toda una vida, las que se contaron de generación en generación, las que han hecho de la Virgen de la Esperanza que sea en rotundo, la Virgen de los sevillanos.

Guillermo nos cuenta que la Macarena tenía a Juan Manuel y a Joselito y ambos se tenían para darnos a entender que a la Macarena se la ve como a una madre y que como a una madre se la quiere y por ese matriarcado se la viste de luto por la muerte de uno de sus hijos al que le lloró todo un pueblo. Leyéndole, he podido verle torear, oír al Niño Gloria, a Chacón, a la Niña de los Peines y sufrir como Señá Gabriela sentada en el balcón, tarareando durante dos días la copla de Lola Flores, “la Gabriela vela, vela, la Gabriela vela vá…” acordándome de mi abuelo cuando la canturreaba, un macareno más nacido en la calle Parras que despachaba en una tienda de ultramarinos de la calle Amargura. Ahí está la Macarena, en los mostradores, en los retablos de cerámica y en las cinco lágrimas donde va toda la sal de los mares, que pregonaría Rafa Serna desde el atril de la gloria, o en la pluma de Muñoz y Pabón, quien defendió que a Joselito se le hiciesen funerales en la Catedral pasando por encima de quienes solo veían la ridícula discriminación de ver únicamente a un gitano que además, fue el Rey de los toreros. Y está en la panadería de José Díaz, donde cuentan que había una foto de Lenin y otra de la Virgen de la Esperanza y en las mujeres macarenas, las de aquí a la eternidad, las que lloraban a sus plantas pidiéndole por sus hijos durante la guerra incivil. Un recorrido cronológico por un sentimiento que vas más allá de lo conocido, de lo habitual; la explicación a por qué Ella es el origen, el fin, los medios y el todo, el eje de la Semana Santa sevillana, el latir de esta ciudad en el cimbreo de las mariquillas a intramuros, a extramuros o en la gloria universal que abarca la devoción a la Esperanza Macarena.

Escrito cronológicamente, arranca la historia en el último tercio del siglo diecinueve, con Juan Manuel Rodríguez Ojeda, diseñador, innovador y creador de un estilo único, dándole sentido al adjetivo camaronero de su manto. Por su lectura asoma Blasco Ibáñez, Sisi emperatriz o Federico García Lorca, con aquella definición soberbia que de Manuel Torre hizo;  el hombre con más cultura en la sangre que había conocido, aquella voz que hizo llorar a Eduardo Miura por segunda vez al oírle cantar una saeta al Señor de la Sentencia desde el balcón de su casa, pasando por cantaores y cantaoras de casta que supieron rezarle a la Esperanza desde los adentros, Ésa que en una medalla abollada, salvaguardó el corazón valiente de un torero poniéndole paradójicamente sobre su pecho el latido del corazón de toda una ciudad que llora y ríe con Ella. Maravillosa la coda final de ese capítulo; “en los tiempos de Joselito, la Esperanza era muy necesaria…”

Alguna lágrima se ha quedado entre las páginas tras haber leído con los ojos y con el corazón como por sus letras pasaban bordadores, toreros, cantaores, cupletistas, armaos, orfebres y poetas del bordado y de la pluma, la brisa que quema y no arde de Juan Sierra y la voz de Miguel Loreto asomándose por entre las trabajaderas del cielo. Soleares, saetas, alamares, tisú y el pueblo concentrado en una foto en blanco y negro inundando una Resolana como si no hubiesen pasado los años. A la que le cantaron todas las voces, la pintaron todos los pinceles, aquella que se ve reflejada en los ojos de sus macarenos, los de la alfombra de plumas blancas, la de los viejos adoquines de la calle Feria, los cabeceros de las camas de los hospitales o la sonoridad de su nombre, Macarena, escuchado tantas veces y ahora leído con el lado macareno de mi corazón en este magnífico libro que me ha hecho llorar y sentir más que nunca, el sentido intrínseco de la Esperanza. 


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